Pista de Hielo en Morelia, un espacio inclusivo para disfrutar de las fiestas decembrinas
Cuentos para alcohólicos… EL BUEN PACO
Miguel Ángel Martínez Ruiz
Creo que me voy a morir… nunca me había sentido tan mal como ahora. Tengo un intenso dolor de cabeza, punzadas como si me encajaran agujas en todo el cerebro. La nuca, hecha un nudo de nervios. Mi espalda se está partiendo, un escalofrío insoportable baja por la columna vertebral desde el cuello hasta la rabadilla. Al mover los ojos, pareciera que fueran canicas sobre granos de arena. Respiro en forma acelerada, con algunos espasmos; la boca, sabor a cobre, sin una sola gota de saliva y mi lengua, un trozo de papel. Ardor en la garganta. Los ruidos me molestan. Las seis campanadas del templo, dando la hora, retumbaron muy adentro de mi cráneo.
Tengo frío, sin embargo, estoy sudando. Músculos contraídos, las coyunturas y los huesos como si padeciera artritis reumática. Dentro de la caja torácica, el corazón late fuertemente, da la impresión de que quisiera salirse y los pulmones no asimilan el oxígeno. Por todo el cuerpo se extiende una sensación de hormigueo y la sangre, líquido caliente en ebullición. El estómago es una brasa al rojo vivo, quemándome las entrañas o un animal devorándome, los intestinos se mueven como víboras que rechinan constantemente. El hígado, muy inflamado, los riñones a punto de estallar. Mi sistema nervioso sumamente alterado: veo caras extrañas de monstruos, los objetos en la oscuridad de mi recámara semejan seres irreales…me espantan.
Por eso, no he podido dormir varias noches, tampoco de día… la sola idea de dormir y no despertar jamás me estremece de pavor. Orino la cama, también aquí he vomitado. Si miro mi rostro en el espejo, me invade la depresión por el aspecto que tiene, con un color morado y cenizo de muerto en vida, aunque no puedo enfocar muy bien la vista. Cuando estoy de pie, me tiemblan las extremidades. Es tan grande mi angustia que no me siento bien en ninguna parte, como si no hubiera lugar para mí en la tierra.
Palabra que yo ya no soy de este mundo. Algo me arrastra hacia la tumba… Lo más grave es que ese algo o ese alguien soy yo mismo. Voy a rezar para que Dios y la Virgen Santísima de Guadalupe y nuestro Señor Jesucristo me ayuden a superar este trance tan doloroso y amargo. Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, por ser vos quien sois y por tu bondad infinita, ten misericordia y piedad de mí… Padre celestial que eres Dios ayúdame… Santísima Trinidad que eres un solo Dios no me desampares… Consoladora de los afligidos ten piedad de mí…
Recientemente, soñé que me encontraba en un lugar desconocido, con muros y columnas caídos, donde el polvo hecho remolino se levantaba como atizado por un sol abrasante y riguroso. Un águila volaba en lo alto hacia un camino infinito y la calle cada vez más estrecha me llevaba hacia el desierto. De pronto oí la campana de un panteón anunciando mi entierro. Vi que la cerradura de la cripta se abría para recibir mis despojos mortales…
Apenas acabábamos de abrir la tienda cuando entró “El Cúmara”, con el rostro desencajado, pidiendo un vaso lleno de tequila y se lo tomó como si fuera agua pura, sin hacer el menor gesto. Una vez que se hubo entonado un poco, nos dijo todavía muy exaltado:
-¿Ya saben que se suicidó Paco?
-¡Cómo! No es posible.
-Dicen que esta mañana lo encontraron ahorcado en su cuarto. El Agente del Ministerio Público está dando fe del levantamiento del cadáver en estos momentos.
No podíamos dar crédito a lo que habíamos escuchado. Ciertamente, Paco tenía unos tres meses ingiriendo todo tipo de bebidas alcohólicas casi a diario, pero él era un hombre joven y fuerte, además con una condición atlética extraordinaria. No por nada había llegado a destacar tanto en el fútbol, inclusive como jugador profesional, le apodaban “Garrincha” en memoria de aquel gran futbolista brasileño que fue una figura del más alto nivel de la selección nacional de ese país que conquistó varias veces el campeonato mundial. En efecto, la habilidad de Paco para pegarle a la pelota era extraordinaria y tenía un gran porvenir.
Esa fue la mala noticia del día; ya por la noche, nos reunimos familiares, amigos y compañeros en el velorio, el cual tuvo lugar en la más importante casa dedicada a proporcionar servicios funerarios. Como siempre, estos acontecimientos se prestan para todo tipo de conversaciones, chismes y hasta chistes. Hacía justamente medio año que habíamos estado aquí mismo, acompañando a Paco en el velorio de su mamá. Esta vez hubo muchas coronas y arreglos florarles. Gozaba de tanta simpatía y popularidad que concurrió una multitud de personas de todas las clases sociales. Recibía las condolencias su único hermano mayor.
Todas las personas lamentaban tan deplorable pérdida. Jamás se nos hubiera ocurrido pensar en la posibilidad de que fuera a escapar por la puerta falsa, como suele decirse. Era un joven optimista, cordial, afectuoso. No tenía enemigos y, al parecer, tampoco problemas de ninguna índole. Lo queríamos bien y él sabía ganarse el aprecio de quienes lo trataban.
A pesar de todo, flotaba en el ambiente una incógnita: ¿Qué lo había orillado a tomar esa fatal determinación? Corrió la versión de que su madre, al morir, había testado más de la mitad de sus bienes a favor de su hijo menor, debido a que este era hijo de Don Evaristo, un hombre muy rico con quien la señora se había casado en segundas nupcias, y la fortuna era cuantiosa, pues estaba constituida por unas veinte casas y muchos terrenos; razón por la cual, su hermano lo dejó encerrado, soportando una cruda espantosa que lo llevó al suicidio.
Alrededor de las tres de la mañana, la mayoría de los asistentes empezó a retirarse. A las cuatro, solamente quedábamos diez o doce amigos. Una señora con los brazos levantados y haciendo la señal de la cruz en cada mano, empezó a rezar un rosario. Después de los padrenuestros, glorias, misterios, jaculatoria y avemarías, continuó con la letanía:
-Señor, ten piedad de él.
-Sálvalo.
-Jesucristo, ten piedad de él.
-Sálvalo.
-Padre celestial que eres Dios.
-Sálvalo. Etcétera, etcétera.
Mientras oía las voces, empecé a recordar que Paco estaba profundamente enamorado de una muchacha muy hermosa, cuyo nombre es Artemisa y vive en la casa contigua a la tienda hacia el poniente. Desde pequeña, era muy bonita. Quienes la veían no podían resistir el deseo de hacerle una caricia o expresar un elogio a la lindura de la niña. Tiene dos hermanos que la han consentido y mimado constantemente no sólo por ser la menor, sino porque, al nacer, la madre había muerto en el parto. El padre trabajaba como empleado en el Registro Público de la Propiedad, en donde había ascendido al cargo de subjefe, gracias a su dedicación y eficiencia.
Muchos años se entregó en cuerpo y alma a la educación y al cuidado de sus hijos, pero seguramente se sentía muy solo. Encontró una mujer y decidió casarse con ella, sin tomar en cuenta que era unos veinte años menor que él. Sus hijos no vieron con muy buenos ojos aquel matrimonio de su progenitor, pensando en los problemas que les depararía el porvenir. Y así sucedió, el poco tiempo que le quedaba libre, el señor se lo dedicaba a su joven esposa.
Pronto crecieron el par de adolescentes: uno logró concluir la carrera de ingeniero civil; en cambio, el otro reprobó cuando cursaba el segundo año de contabilidad y optó por trabajar en una compañía distribuidora de autos. Artemisa, por su parte, terminó su educación primaria y, poco después, la secundaria. Tengo muy presente el día que le organizaron su fiesta de quince abriles. Lució un vestido de organza y tul, adornado con flores y moños de seda.
Usando estas prendas, su carita de delicadas facciones todavía infantiles, mediante un maquillaje muy especial, la convirtieron en una preciosa damita. Allí la conoció el buen Paco, quien se le declaró en muchas ocasiones, le mandaba ramos de rosas rojas, cuando no tenía compromisos deportivos invariablemente le llevaba serenata. Sin embargo, ella no le daba ni la menor esperanza de corresponderle algún día. Su padre me dejó la impresión de que tenía algo que ver con la actitud de la jovencita, a quien alguna vez, le oí decir –en estado de ebriedad- que su hija era muy “pequeña” para tener novio, lo cual me pareció una soberana tontería, pues no se daba cuenta de la realidad: Artemisa era una mujer plenamente desarrollada, además muy atractiva. Su pelo rubio y largo le llegaba hasta la estrecha cintura, los ojos grandes, nariz respingada y boca pequeña, tez muy blanca y un cuerpazo. Pero lo que más llamaba la atención era su actitud demasiado seria, discreta, casi nunca sonreía, más bien se le veía como absorta, ensimismada, sólo sus ojazos negros eran de una gran expresividad. ¡Cómo la quería! Que digo la quería, la adoraba. A nadie he visto amar tanto a una mujer. Le llegué a aconsejar:
-No te dejes llevar por la obsesión. Tú estás idealizando a esta mujer. Búscate otra, recuerda que un clavo saca otro clavo.
-Yo sólo la quiero a ella. No podré querer a otra.
-Hay muchas mujeres tan o más guapas que ella. Muchas quisieran que tú las pretendieras. ¿No te has dado cuenta? Para mí esto no es más que un capricho.
-Yo estoy seguro que ella me quiere también, pero su padre no me puede ver ni en pintura. En su casa todos tienen prohibido hablar de mí. Está bien yo no soy muy bien parecido, pero tengo otras cualidades, además quiero casarme con ella.
-Entonces, róbatela. En tu lugar, yo sí lo haría. Después ya qué podía hacer el viejo desgraciado de tu suegro. Mándalo al carajo.
¡Cuántas veces lo vi llorar por ella! Si el padre de Artemisa supiera la gran fortuna que había heredado, el viejo, que es un interesado incorregible, se la hubiera ido a ofrecer, pero como Paco siempre fue un hombre sencillo, sin vanidad ni jactancia. ¡Buen muchacho este Paco! ¡Que Dios lo haya perdonado! No terminaba de concluir mis elucubraciones y ya el llanto me brotaba incontenible.
Al día siguiente, fuimos a sepultarlo bajo los frondosos árboles del Panteón Viejo, sombrío y triste como pocos. Antes el sacerdote Huacuz pronunció una oración fúnebre, pidió a Dios el perdón de todos sus pecados, rogándole que lo recibiera en su santo reino. Con un nudo en la garganta y los ojos llorosos, le dimos el último adiós a nuestro inolvidable amigo y compañero, el gran Paco. Nos marchamos tristes y meditabundos. Toda la noche llovió.