Melchor Ocampo, hombre de principios éticos y patrióticos firmes e invulnerables

Alfredo Esquivel Ávila
Discurso pronunciado en Pomoca
el 3 de junio de 2008 con motivo del
Aniversario Luctuoso de Don Melchor Ocampo
La historia nos ha jugado una cruel ironía. Los herederos políticos de los realistas derrotados por la insurgencia independentista, y los legatarios de las ideologías reaccionarias sostenidas por los conservadores vencidos en la Reforma, hoy detentan el poder político en México. Su victoria, absurda y revanchista, es el máximo estigma de nuestra vergüenza nacional porque llegaron a la cima, no por méritos propios, sino porque los mexicanos liberales y revolucionarios no supimos conservar, ni proteger, ni menos fortalecer nuestro legado liberal nacionalista. De una u otra forma le allanamos el camino a la reacción con nuestra pérdida de principios, con ceguera histórica, con visión aldeana, con nuestro extravío ideológico y con los estropicios perpetrados por los que nos gobernaron durante 70 años. Propiciamos con ello un giro total del destino. Nos cambió la suerte, y hoy estamos pagando con creces las omisiones y los errores cometidos.
Pero no nos hemos reunido hoy para dolernos de las heridas, ni para lamentar lo que perdimos. Estamos aquí para rememorar a Melchor Ocampo; para contemplar su vida y a su obra, con mirada escrutadora y con voluntad de aprendizaje, en espera de que, al evocar su grandeza humana e ideológica, nos percatemos de si somos capaces de reencontrar en su ejemplo el hilo de la historia, del que depende que nuestro país se levante de la postración degradante en que hoy se encuentra, y de que el estado de derecho, la justicia social y la soberanía nacional retomen sus trayectorias, en nuestros días insidiosamente desviadas.
Hoy, hace 147 años, el 3 de junio de 1861, don Melchor Ocampo fue fusilado en Tepejí del Río, y su cuerpo colgado de un pirul.
A la luz de la historia, la bestialidad de su asesinato obliga a detenerse en esa página infamante del pasado. ¿Por qué tanta saña contra el reformador? ¿Qué pudo merecer tan brutal venganza?
Melchor Ocampo no fue hombre atrabiliario ni violento. No fue militar ni guerrillero. Fue, por sobre todas sus brillantes cualidades humanas, un hombre de leyes, de principios éticos y patrióticos firmes e invulnerables. Confió con certidumbre en la ley y en el influjo de sus aportaciones, como medios para lograr objetivos de transformación en aquella hermética y desigual sociedad de su tiempo.
Por haber sido un reformador inflexible, y autor de sustanciales Leyes de Reforma con las que se consolidó el nacimiento del Estado Mexicano, y con éste la derrota irreversible y dolorosa para la oligarquía conservadora, fue sacrificado injusta y cobardemente, pero la posteridad lo erigió como uno de los grandes héroes de la nación.
Desde su niñez, Ocampo se reveló como un niño de brillante inteligencia, con un sorprendente talento y un extraordinario interés por las ciencias. Todo aprendía y todo quería abarcar. Era reconocido y admirado por los jornaleros de la Hacienda de Pateo, donde doña Francisca Xaviera Tapia, su protectora, le inculcó desde su infancia sus ideas y sus sentimientos a favor de los insurgentes que entonces estaban luchado por la independencia del país.
En el Seminario Tridentino de Morelia y en la Universidad de la Ciudad de México el joven Ocampo hizo sus estudios de bachillerato y de jurisprudencia. En ambas instituciones perfeccionó su formación académica y mostró su carácter inflexible, su firmeza de convicciones y su disposición respetuosa hacia los demás.
Ya convertido en abogado dejó la carrera, regresó a su hacienda de Pateo y se dedicó a investigaciones botánicas. Por esto puede afirmarse que hasta esta etapa de su existencia don Melchor no pensaba en la política como algo decisivo en su vida futura. Quiso estudiar, conocer y viajar; y estudió, conoció y viajó. Se fue a Europa. Allá observó los avances impresionantes de las naciones de ese continente, y se nutrió de los conocimientos y saberes de aquella cultura señera. Volvió a México y a su hacienda con más preparación y madurez, y, sobre todo, con incontenibles inquietudes que lo impulsaban a participar con aquéllos que luchaban por cambiar a la sociedad estratificada, con profundas desigualdades económicas, sociales y culturales, donde el pueblo humilde -que constituía la inmensa mayoría- era sojuzgado mediante inhumanos mecanismos económicos y políticos que aseguraban su lucrativa explotación y protegían la permanencia en el poder del clero, de los terratenientes, de los comerciantes, de los propietarios de minas y de los altos mandos del ejército.
Es lógico suponer que Ocampo el hombre, ya formado académicamente e ilustrado por sus viajes y estudios profundos en ciencias y humanidades, al analizar la desoladora pobreza y la injusticia extendida en su entorno, no pudo contener su inconformidad y rebeldía contra aquel sombrío estado de cosas, y de esa conciencia inconforme y activa surgió el Ocampo luchador social y político.
Su cómoda posición de hombre pudiente y respetado, sin duda alguna le hubiera llevado a ser un próspero y poderoso usufructuario más de la servidumbre feudal en que se basaba el orden económico y político de su tiempo. Pero su espíritu rebelde contra todo lo irracional, contra todo lo absurdo y contra todo lo injusto, aunado a su vasta cultura científica y humanística, lo impulsaron a romper las ataduras de su clase social, a ponerse al lado de quienes clamaban justicia y a asumir una postura viril en defensa de la patria, engrillada y atrapada por los grupos de privilegiados que se aferraban a mantenerla así, porque así convenía a sus intereses y ambiciones.
Melchor Ocampo tuvo conciencia de que, para cambiar a aquel México ensombrecido por la profunda desigualdad económica y social, la participación política era el camino idóneo. Por eso se involucró en la lucha cívica y logró ocupar importantes cargos en cuyo desempeño imprimió invariablemente características constantes: su ejercicio racional y firme del poder, su honestidad a toda prueba y su acrisolado patriotismo. Su incorporación al entramado político fue impulsado por convicciones muy arraigadas de servir a los demás y por la seguridad de poder cambiar el estado de cosas, con ideas muy claras y objetivos plenamente identificados que le permitieron orientar sin vacilaciones su lucha y sus esfuerzos hacia aquellos requerimientos del país en los que necesariamente tenía que enfrentar a los grupos que se empeñaban en mantener los aberrantes estamentos sociales, los fueros y privilegios de clase por encima de un pueblo hundido en el oscurantismo, excluido de una educación científica, racional y laica.
Los acontecimientos que lo atrajeron y marcaron los derroteros de su paso trascendental por la historia de México fueron los acaecidos en el periodo transcurrido entre la promulgación de la Constitución de 1824 y la de 1857. Fue una etapa trágica caracterizada por asonadas, levantamientos y cuartelazos, rebeliones y golpes de estado, identificada históricamente por un conflicto que entrañaba el enfrentamiento entre dos corrientes ideológicas que representaban: una, el orden colonial de los conservadores, que no acababa de morir, defendido por el clero, los hacendados, los comerciantes, los financieros y los empresarios que se aferraban a seguir en el poder; y la otra, el orden secularizante de los liberales, moderno, laico y democrático que no acababa de nacer, que pugnaba por emerger, impulsado por los liberales: abogados, individuos de los estratos marginados y miembros de la pequeña burguesía.
El Partido Liberal aglutinó a los hombres que comprendieron el lenguaje de los tiempos. Su victoria moral, política y civilizadora era inevitable. Tarde o temprano el impulso hacia la transformación nacional lograría su objetivo de llevar a México hacia los estadios de la modernidad. Este compromiso fue asumido por los hombres de la fecunda generación de la Reforma, quienes, con lucidez admirable, vislumbraron los cambios que el desarrollo de la nación reclamaba, y con las leyes pertinentes los garantizaron y los hicieron irreversibles.
Entre ellos destaca señeramente don Melchor Ocampo, el ilustre Patricio de la Reforma, defensor inflexible del federalismo y enemigo acérrimo del centralismo. En su actuación como representante popular refulge su calidad de hombre íntegro y su carácter intransigente ante las corruptelas, las injusticias, las defecciones, los desvíos ideológicos y las componendas vergonzantes. Pese a la inestabilidad que afrontó en su agitada vida política, su obra material e ideológica forjada como diputado, como gobernador de Michoacán y como Ministro en los gobiernos de Juan Álvarez, Ignacio Comonfort y Benito Juárez, queda en la historia como un patriota ejemplar que aportó a la corriente liberal su sabiduría jurídica y sus ideas progresistas, enriqueciéndola, fortaleciéndola y habilitándola para dar el paso definitivo y trascendente que impulsaría al país al progreso, con la incorporación en el texto de la Constitución de 1857 de las Leyes de Reforma, la mayoría de ellas de su autoría, razón por la cual la posteridad lo llamó Filósofo de la Reforma.
Acudimos hoy aquí a recordar el abominable magnicidio perpetrado en la persona de don Melchor Ocampo. Lo quiero hacer con el mayor respeto y fidelidad a su memoria y a su legado. Por esto, faltaría a la verdad histórica y tergiversaría su esencia humana y su ideario como reformador si lo ubicara en alguna de las trincheras del odio que mantienen crispado y polarizado al país. Pero igual falta cometería si lo presentara como un contemporizador sin firmeza ni principios. La actualidad de su pensamiento nos obliga a no enclaustrarlo solamente en la interpretación de un pasado acartonado y rutinario, sino a traerlo a nuestro tiempo como lo que fue: uno de nuestros más grandes patriotas.
Ocampo no fue nunca un hombre de odios ni de violencias; sin embargo, atrajo sobre sí las malquerencias y los rencores de sus adversarios porque jamás transigió con quienes detentaban el poder en su época y lo ejercían en contra del país y del pueblo.
En la coyuntura histórica que vivimos, en la que está en disputa el patrimonio nacional, que es nuestra riqueza petrolera, la figura de Melchor Ocampo resplandece como la más autorizada para convocarnos a encontrar los puntos centrales en los que podemos coincidir todos, sin diferencias de posiciones políticas ni ideológicas: el respeto a la Constitución y la defensa de la soberanía nacional.
Melchor Ocampo nos enseñó algo que es fundamental en la manutención de una convivencia civilizada en un país democrático: que el respeto irrestricto a la ley es la paz de México. Desdeñan esta lección quienes engañan al pueblo con el ardid de crear empleos y acabar con nuestros rezagos, ocultando no sólo sus intenciones violatorias de la Constitución, sino sus propósitos de entregar la renta petrolera a las compañías extranjeras.
Ocampo es símbolo indestructible de lucha indeclinable por la libertad, por la igualdad, por la justicia, por la democracia y por la integridad de la Patria.
Su convocatoria a preservar y a enriquecer esos valores es vigente. Exigir la retirada de todos los intentos dirigidos a socavar nuestras instituciones o violentar nuestro orden jurídico no constituye un delito contra el gobierno, ni contra el Estado. Es cumplir un deber cívico y ejercer un derecho en pro de la paz social y de nuestra gobernabilidad.
Ojalá lo entendamos así para acreditar el pensamiento lúcido de Melchor Ocampo e ir tras de sus huellas luminosas en las que encontraremos el horizonte para volver al país y a los mexicanos a los caminos de la verdad, la honradez, la firmeza, la inteligencia y el patriotismo que nos legara el ilustre e inmenso prócer que hoy venimos a honrar.